Antiguamente, al crearse un asentamiento, un geomante o zahorí elegía el lugar que ofrecía una mejor calidad de vida y mayor proyección en las actividades de la comunidad.
Localizar el agua y valorar que población se podía mantener de ese acuífero era el primer estadio de trabajo; el segundo, no menos importante, era ordenar las sensaciones que generaba el emplazamiento.
La mayoría de las veces se potenciaba “el espíritu” o sentir del lugar. En otras ocasiones se reproducían efectos de otros lugares, como en el caso de las órdenes monásticas, cuando ligaban sus iglesias y monasterios con su templo matriz, creando la misma “resonancia” en todos ellos.
El objetivo era generar conciencia, e implícitamente salud y bienestar. La conciencia o vínculo con la divinidad, es el vehículo con el que los pueblos han evolucionado, mantenido su hegemonía a lo largo de los tiempos.
Los egipcios, por ejemplo, tenían abundancia que les ofrecía el Nilo, pero necesitaban el saber ofrecido por el vínculo entre pirámides y estrellas para mantenerse como un pueblo destacado durante milenios.